Comentario al Evangelio del jueves, 12 de noviembre de 2020
Fernando Torres cmf
Cuando leo el Evangelio de hoy se me vienen a la mente las escenas de las películas de romanos en que el general de turno que ha vencido a sus enemigos entra en triunfo en Roma. Todo el pueblo está en la calle aclamándole. Los senadores, los patricios y hasta el mismo emperador le recibe entre trompetas y timbales que no logran apagar las voces de todos los que participan en la ceremonia. A veces nos hemos hecho una idea así del reino de Dios y de la venida de Jesús. Es el fin del mundo. La historia se detiene. Y todos estamos en la calle para recibirle mientras que los ángeles y los santos y los mártires ocupan los primeros puestos. Todos para acoger al señor de los señores, al que va a ocupar el primer puesto y para siempre.
Pero la realidad es que esa imagen no tiene nada que ver con el Evangelio. Cuando Dios se quiso hacer presente en medio de nosotros, no escogió el camino del poder, del espectáculo, de las maravillas. Lo suyo fue la sencillez, el ocultamiento, el disimulo. Se hizo como uno de nosotros. No pretendió privilegios ni los tuvo. No escogió los primeros puestos sino los últimos. Podía haber nacido en Roma, que era entonces el centro del mundo, y de una buena familia. Pero prefirió la sencillez de un pueblo escondido. Los evangelistas son muy cuidadosos al narrarnos esa simplicidad de su nacimiento y de su vida. ¡Hasta nos cuentan que nace en una cuadra y en medio de los animales! ¡Un lugar impuro e indigno, maloliente y sucio!
Jesús nos da la clave. Para encontrar el reino de Dios, o lo que es lo mismo, a Dios, no hay que esperar grandes y milagrosos y espectaculares acontecimientos. “El reino de Dios está dentro de vosotros”. Dios alienta nuestros corazones y nos anima a amar y querer a nuestros hermanos y hermanas. Y en ese cariño está Dios mismo. Porque Dios es amor. ¿Qué más buscamos?
Si nos dicen que el Hijo del hombre está aquí o alla, no vayamos a esos sitios. Al Hijo del hombre le encontramos cada vez que abrimos nuestro corazón al hermano, cada vez que nos importan más sus derechos y su bienestar que el nuestro. Cada vez que compartimos el pan, como hacemos en la eucaristía de cada día. Y cada vez que compartimos la vida, como deberíamos hacer en todo momento. Ahí está presente el Hijo del hombre y el reino de Dios y Dios mismo. Sin alharacas, sin trompetas ni tambores, sin grandes ceremonias. Porque todo eso sobra y no hace más que distraer de lo verdaderamente importante: que Dios es amor y que allá donde un corazón ama y da la vida por los hermanos y hermanas –aunque eso implique sufrir–, es Dios mismo el que se hace presente y florece y se renueva la vida.
Recordemos: el reino de Dios está dentro de cada uno de nosotros. ¡Dejemos que florezca y crezca y alumbre la vida de los que nos rodean!