Comentario al Evangelio del jueves, 15 de octubre de 2020
CR
Queridos hermanos:
En tiempo recios, ¡cómo agradecemos que alguien nos ayude a distinguir el día de la noche, la verdad de la mentira, el bien del mal! Hace años, el cardenal Martini dijo que los peores tiempos de la Iglesia no han sido aquellos en los que se han cometido muchos pecados, sino aquellos en los que se ha perdido el don del discernimiento, los tiempos en los que todo ha dado igual.
La liturgia nos regala hoy la fiesta de Teresa de Jesús, una mujer "sabia" en tiempos no menos recios que los nuestros, una mujer que supo discernir. Ella no fue alumna de la Universidad de Salamanca o de la de Alcalá, pero se doctoró en la universidad de la oración y de la vida. La Iglesia la considera "doctora de la fe". Naturalmente, este doctorado no tiene nada que ver con un título académico. Es un don del Padre. Jesús lo dice en el evangelio de hoy: "Has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla". Teresa, que no fue una mujer de temperamento débil o apocado, sí fue una creyente inundada por la sencillez que viene del Espíritu.
¿Qué podemos aprender hoy de su experiencia espiritual para iluminar nuestra vida? Quiero resaltar tres lecciones:
1) Sin amistad con Dios no hay transformación posible (ni personal ni social). La oración es la más profunda, arriesgada y necesaria aventura que puede emprender el ser humano;
2) Toda religiosidad naufraga cuando no es curada por la humanidad de Cristo.
3) La humildad, la audacia y la fortaleza son virtudes esenciales para afrontar las crisis (incluidas las de la Iglesia).
A la oración se suele llegar tarde, como si la seducción de Dios siempre fuera el enamoramiento postrero después de habernos dejado seducir por otras muchas realidades. A veces llegamos demasiado tarde y, entonces, tenemos la impresión de haber malgastado la vida.
La humanidad de Cristo nos sitúa otra vez en la órbita de Dios después de nuestros devaneos religiosos y humanistas, esclavos de todas las modas que desfilan por la pasarela de las ideologías.
La humildad, la audacia y la fortaleza son virtudes de las personas sabias, de los ancianos, difícilmente asumibles en tiempos en los que "ser joven" parece más una meta que una etapa del camino de la vida.
Dejemos que la Santa nos acompañe durante esta jornada. Para ello, os propongo acercarnos a uno de sus mejores poemas:
VIVO SIN VIVIR EN MÍ
Vivo sin vivir en mí,
y tan alta vida espero,
que muero porque no muero.
Vivo ya fuera de mí,
después que muero de amor;
porque vivo en el Señor,
que me quiso para sí:
cuando el corazón le di
puso en él este letrero,
que muero porque no muero.
Esta divina prisión,
del amor en que yo vivo,
ha hecho a Dios mi cautivo,
y libre mi corazón;
y causa en mí tal pasión
ver a Dios mi prisionero,
que muero porque no muero.
¡Ay, qué larga es esta vida!
¡Qué duros estos destierros,
esta cárcel, estos hierros
en que el alma está metida!
Sólo esperar la salida
me causa dolor tan fiero,
que muero porque no muero.
¡Ay, qué vida tan amarga
do no se goza el Señor!
Porque si es dulce el amor,
no lo es la esperanza larga:
quíteme Dios esta carga,
más pesada que el acero,
que muero porque no muero.
Sólo con la confianza
vivo de que he de morir,
porque muriendo el vivir
me asegura mi esperanza;
muerte do el vivir se alcanza,
no te tardes, que te espero,
que muero porque no muero.
Mira que el amor es fuerte;
vida, no me seas molesta,
mira que sólo me resta,
para ganarte perderte.
Venga ya la dulce muerte,
el morir venga ligero
que muero porque no muero.
Aquella vida de arriba,
que es la vida verdadera,
hasta que esta vida muera,
no se goza estando viva:
muerte, no me seas esquiva;
viva muriendo primero,
que muero porque no muero.
Vida, ¿qué puedo yo darle
a mi Dios que vive en mí,
si no es el perderte a ti,
para merecer ganarle?
Quiero muriendo alcanzarle,
pues tanto a mi Amado quiero,
que muero porque no muero.