Comentario al Evangelio del jueves, 30 de diciembre de 2021
CR
Queridos amigos y amigas:
¿Alguna vez has contemplado el crecimiento de una planta? En algún video se muestra ese crecimiento condensado en unos minutos, mediante la toma de imágenes a lo largo de varias semanas, meses y años… Lo que comienza siendo una semilla, casi imperceptible, termina siendo una planta, un árbol, que muchas veces da su fruto… para la vida de otros vivientes. Nos gusta comer el fruto, aunque a veces olvidamos que para llegar a ello hace falta plantar, regar, cuidar, esperar… La naturaleza tiene sus tiempos y sus ritmos. Y pretender otra cosa es violentar y asegurar un fracaso.
También esto lo vivió Jesús. Su crecimiento fue progresivo. Quien le viera de un día para otro, no percibiría apenas ningún cambio externo. También fue recién nacido, tuvo cinco años, cumplió los doce, llegó a los dieciocho, a los veinticinco, a los treinta… En la esperanza de vida de aquella época, podemos decir que, aunque su vida fue interrumpida violentamente, Jesús pasó por todas las edades del ser humano: niñez, juventud y madurez. Y en ese crecimiento supo de la importancia del día a día, de cada palabra y cada gesto, de la perspectiva que dan los años… Y experimentó que el Padre estaba a su lado, en todo momento y circunstancia. “El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba”.
Así es nuestra vida. A veces quisiéramos crecer más rápido. A veces quisiéramos disfrutar de los frutos… sin haberlos plantado… o cuidado… o esperado a que estén en su sazón. Y nada hay más antinatural que querer saltarse etapas.
El Dios de la Vida, que conoce por experiencia lo que es el ritmo de las cosas desde su encarnación en la persona de Jesús, acompaña ese crecimiento, alentándolo desde dentro… en la espera de que cada cual dé los frutos esperados, para la vida del mundo.