Comentario al Evangelio del martes, 14 de marzo de 2023
CR
Queridos hermanos:
En el Antiguo Testamento el número siete tiene una estrecha relación con el castigo (cf. Gn 4, 15. 24; Lev 28, 18-28), pero también con el arrepentimiento (cf. Prov 24, 16: “siete veces cae el justo pero vuelve a levantarse”). Es muy explicable que, en el contexto de la predicación de Jesús, y del nuevo universo religioso que se abría con ella ante los discípulos, el número siete haga acto de aparición, pero en relación con el perdón de los hermanos. En este sentido, la pregunta de Pedro va bien encaminada: se vuelve por activa, es decir, en la dirección de la misericordia, lo que antes se conjugaba por pasiva, en relación con el castigo, o, todo lo más, con el propósito personal de la propia enmienda. Sin embargo, la medida usada por Pedro resulta no ser adecuada, se queda corta.
Con el evangelio de Jesús no sólo cambia la dirección: del castigo al pecado; y del esfuerzo por la justicia, al perdón gratuito de las ofensas. Cambia también la medida: “setenta veces siete” significa un perdón sin medida, sin límites, sin ese “hasta aquí hemos llegado” tan nuestro, tan “humano”. ¿Es esa exigencia realista y, sobre todo, posible? Jesús, con la parábola del siervo perdonado y despiadado, nos invita a mirar, más allá de las ofensas recibidas, al Padre misericordioso. Al hacerlo así comprendemos la desproporción absoluta entre el perdón ilimitado, sobreabundante y exagerado de Dios, y lo que nosotros tenemos que perdonar en nuestras cuitas cotidianas. Los diez mil talentos perdonados al siervo significaban una cifra desorbitada, una cantidad de dinero que posiblemente nadie poseía en aquel tiempo. Mientras que los cien denarios eran una cifra bastante realista: con 200 denarios se podía comprar algo de pan, pero no para muchos (cf. Mc 6, 37); con trescientos, se podía comprar un buen perfume (cf. Mc 14, 5).
Los diez mil talentos representan el precio que Dios ha pagado por nosotros: la pasión y muerte de su Hijo Jesucristo, con cuya sangre hemos recibido la gracia del perdón, de la salvación, de la resurrección y la vida eterna. Los cien denarios son el precio que nosotros tenemos que pagar para ser dignos de esa herencia: cien denarios en forma de capacidad de perdón, de paciencia y misericordia, de comprensión, incluso de disposición a sufrir algo por nuestros hermanos. A veces los cien denarios nos parecen mucho, demasiado, setenta veces siete, y no estamos dispuestos a perdonarlos, amparándonos incluso en actitudes justicieras: exigimos, al fin y al cabo, lo que realmente nos deben; pero, si lo comparamos con lo que Dios nos ha regalado y perdonado en Jesucristo (diez mil talentos, bienes que superan toda medida, y que pregustamos ya en la comunidad, la Iglesia, los sacramentos, el amor fraterno), comprendemos que no es demasiado lo que se nos pide. Al fin y al cabo, sabemos que Dios nos perdona siempre, también cuando repetimos una y otra vez el mismo pecado; ¿no hemos de reflejar en nosotros mismos, siquiera a pequeña escala (cien denarios) esa desmesura (diez mil talentos) de misericordia?