Comentario al Evangelio del martes, 19 de mayo de 2020
Carlos Latorre, cmf
Queridos hermanos:
El trabajo de los evangelizadores está lleno de adversidades y sufrimientos. Así va creciendo el reinado de Dios en esta tierra, en medio de muchas contradicciones tal como el mismo Jesús había anunciado a sus discípulos.
En esta narración llama la atención la serenidad de Pablo y Silas. Ellos transforman la cárcel en casa de oración. ¡Cuánta entereza hace falta para enfrentar así las injusticias y los golpes con las varas con que los han castigado las autoridades de aquel lugar!
Pero ellos no se sienten abandonados de Dios en el dolor y la humillación. El terremoto que sacude el edificio es la manifestación de que Dios está al tanto de ellos e interviene. Se abren las puertas y salen libres. Pero el efecto más maravilloso es la conversión del carcelero, que inmediatamente se bautiza con toda su familia.
El autor del libro de los Hechos ha explicado en breves palabras el proceso de incorporación a la comunidad cristiana de los nuevos convertidos: la fe en la Palabra que les transmite el apóstol, la explicación del significado de esa Palabra y le recepción del bautismo, cuyo fruto más inmediato es la incorporación a la comunidad cristiana.
Al día siguiente, las autoridades quieren dar el asunto por terminado y les dicen que se vayan de Filipos. Pablo, sin embargo, pide justicia y les acusa del tratamiento injusto e ilegal que han infligido a unos ciudadanos romanos. Y exige reparación. Este detalle no conviene pasarlo por alto, pues nos indica que las leyes y los derechos de las personas son sagrados y se deben respetar. Es lo que siempre ha proclamado nuestra fe católica también hoy día.
Yo recuerdo en los años de la dictadura en Paraguay cómo se procedía por parte de las autoridades a impedir el trabajo de las pequeñas comunidades cristianas sobre todo en el campo. Catequistas que eran encarcelados por reunirse a cantar o preparar la catequesis en el rancho de algún compañero. Cuántas de estas situaciones podría narrar nuestro compañero Pa’i Alberto Ramón, que en paz descanse. Se nos fue muy pronto este gran Misionero que dedicó su vida sobre todo a la gente del campo.
Hoy escuchamos las palabras de Jesús que dice a sus discípulos: “os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito. En cambio, si me voy, os lo enviaré”.
Una profunda tristeza embarga el corazón de los discípulos porque se dan cuenta de que Jesús se marcha. Ante la magnitud de esta desolación, Jesús conforta a los discípulos con la promesa del Espíritu Santo. ¿Y quién es el Espíritu que confirma y fortalece la fe de los discípulos a pesar de las circunstancias de crisis y persecución? Es la fuerza de lo alto que desciende sobre los discípulos reunidos con María la Madre de Jesús el día de Pentecostés y los acompaña hasta los últimos rincones del mundo.
Al Espíritu Santo no lo podemos ver, pero sí que lo podemos sentir dentro de nuestro corazón. Y se le conoce por los frutos que produce como son amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad. Así lo escribe S. Pablo en su carta los Gálatas.
Vuestro hermano en la fe.
Carlos Latorre
carloslatorre@claretianos.es