Comentario al Evangelio del martes, 25 de agosto de 2020
CR
Queridos hermanos:
No acabo de acostumbrarme del todo a estas acusaciones tan duras que se ponen en boca de Jesús contra los hipócritas. Por cierto, Jesús habla con tanta dureza a los hipócritas, que en este caso son escribas y fariseos y no al revés; lo que le indigna hasta el punto de sacarle de sí no son los escribas y fariseos por sí mismos, sino que hayan hecho de la hipocresía su modo habitual de vivir.
De hecho, el contraste es mayor si releemos el agradecimiento y valoración amable que Pablo dedica a los cristianos de Tesalónica. ¿Qué le pasa a Jesús? ¿Por qué se pone así? Vamos a tener toda la semana para contemplar su “indignación”.
En estas pocas líneas Jesús les llama hasta tres veces “ciegos”. Parece que es lo que mejor describe el corazón del hipócrita: no ve y además no sabe que no ve. Por eso no hay coherencia en su vida: su mente por un lado, sus valores por otro, sus acciones por otro… Y así arrastra a quienes se dejen llevar por él. ¿Acaso hay mayor despropósito que estar ciego y querer guiar a los demás?
Y su indignación mueve dentro de mí otra pregunta: ¿qué me indigna a mí? ¿Qué cosas o personas me sacan de quicio? … Tendré que pensarlo más despacio… Intuyo que, a veces, en mí (y en la Iglesia) nos indignan cosas que bien poco tienen que ver con la indignación de Jesús. A Jesús le importa mucho más la gente que las cosas (por sagradas que sean).
En el fondo están poniendo al descubierto dónde tengo puesto el corazón, a qué doy valor y qué relativizo, por qué estoy dispuesta a “tener problemas” y con qué hago “pactos” (por santos que sean) y miro para otro lado, mientras tantos y tantos siguen dejándose guiar por guías necios y ciegos.