Comentario al Evangelio del martes, 3 de noviembre de 2020
Fernando Torres cmf
Me encanta la imagen del banquete del Reino de Dios que nos presenta el Evangelio de hoy. Es una imagen abigarrada y desordenada que rompe nuestros esquemas, nuestra forma de pensar habitual.
En general, las personas preferimos el orden al desorden. Cuando nos imaginamos ese banquete de que habla Jesús, lo hacemos por analogía con nuestras asambleas y reuniones. En ellas reina siempre el orden. Pero no cualquier orden sino el orden jerárquico que existe siempre en nuestra sociedad. Ese orden se parece siempre a una pirámide. Arriba los más importantes y abajo la chusma, la pleba, el montón, la gente. Y por enmedio todos en su sitio. Cada uno en el suyo, cada uno según el nivel social, el puesto que ocupa en la sociedad. Los estados tiene reglamentos que establecen perfectamente el orden de protocolo entre las personas. El presidente es más que un ministro, un ministro más que un alcalde, etc. También los que tienen estudios tienen su jerarquía. El doctor es más que el licenciado y éste más que el que tiene un simple graduado. También la cantidad de dinero que se tiene establece una jerarquía entre las personas. Son regulaciones muy complicadas porque hay muchos niveles diversos. Pero siempre, eso siempre, van de arriba abajo. Arriba los importantes y abajo los que no pintan nada en la sociedad.
Dice Jesús que el Reino se parece al banquete que daba aquel hombre. Pero según la parábola, el Reino no se parece al banquete que había pensado y preparado aquel hombre sino al banquete que resultó de que los primeros invitados rechazaran acudir a la invitación. Lo que iba a ser un banquete ordenado y educado y respetuoso y… resultó en una algarabía. Allí entraron todos los que se encontraban por las calles sin nada que hacer. Dice la parábola que entraron los pobres, los lisiados, los ciegos y los cojos. Parece que al organizador del banquete le importaba poco quien entraba en su casa. Lo que quería era que la casa se llenase, que no quedasen sitios vacíos y que todos se sentasen a la mesa y compartiesen su banquete.
En la mesa de aquel banquete no había clases sociales ni niveles ni jerarquías. Todos estaban mezclados. Buenos y malos (porque no vamos a pensar que los pobres son necesariamente buenos). Cultos e incultos. Educados y maleducados. Todos participando en un banquete, en una mesa común. Tendríamos que tener presente que la humanidad, todos los pueblos, todas las culturas, han celebrado sus fiestas en torno a una mesa. Compartir la comida es signo de fraternidad, momento de reconciliación, tiempo de encuentro entre las personas, en el que se rompen las distancias y las barreras. En la mesa se abre el corazón y se comparte la vida.
El Reino se parece a esa mesa desordenada en la que todos compartimos la gran verdad, la única verdad: que todos somos hijos e hijas y, por eso, hermanos y hermanas. No hay barreras, no hay distancias. Y no conviene que establezcamos nosotros lo que Dios no ha creado ni quiere.