Comentario al Evangelio del martes, 31 de agosto de 2021
CR
Asombro ante Jesús
Cambiamos de escenario. Dejamos Nazaret donde Jesús es despreciado por los suyos, y lo encontramos hoy en Cafarnaún, junto al lago. Aquí todo es distinto: solo el asombro llena esta escena. Escuchamos: “Quedaban asombrados”, “Hablaba con autoridad”, “¿Qué tiene su palabra?”, “Comentaban estupefactos”, “Da órdenes a los espíritus inmundos”, “Noticias de él iban llegando a todos los lugares”. En el centro, la curación de un hombre aquejado por un espíritu inmundo, presente en la sinagoga.
Aquí aparece la respuesta a las preguntas, ¿no es el hijo del carpintero? ¿De dónde le viene tal autoridad? Le viene de su coherencia de vida. Une bien todos los puntos que dan unidad a su persona. Predica la doctrina y libera a la gente del mal, anuncia y hace lo que anuncia, siente lo que dice y dice lo que siente, sana el mal físico y aleja el mal del espíritu, cura los males que le presentan y da la salvación al que se siente pecador. Es decir, en Jesús, todo suena a verdadero y auténtico -¡como que él es la Verdad!- su vida resulta convincente, su persona rezuma credibilidad.
¿Y nosotros? Como a discípulos de Jesucristo, nos toca salir a los caminos a curar, a sanar, a liberar de inmundos espíritus. Eso sí, siempre, “en nombre de Jesús”, como Pedro y Juan con el paralítico del Templo. Con fervor, celebramos los sacramentos; con pasión anunciamos el Evangelio; con audacia, luchamos contra los males de tanta gente que sufre.
Y, ¿cuáles son los males que encontramos en este mundo que habitamos? ¿De qué personas, como Jesús, sentimos lástima? Y nos topamos con enfermos de larga duración, incurables; personas hundidas en soledad; familias abrumadas, porque sienten que pende sobre ellos la espada del desahucio; parados sin trabajo y sin esperanza; cristianos llenos de temores morales, víctimas de un pésima formación religiosa;grandes extensiones geográficas sobre las que se cierne la epidemia del hambre. Y tantos, tantos excluidos, que no cuentan en la sociedad, maltratados.
Los hombres y mujeres de la Iglesia hemos de esforzarnos –sin voluntarismos, porque contamos con Jesús- esforzarnos para que nuestras palabras, gestos y obras susciten en los demás una “aceptación cordial” del Evangelio, y den gloria al Padre. Esta es la autoridad moral que debe presidir en nosotros, los seguidores de Jesús; no, la autoridad mundana envuelta en poder, dominio o pompa. Importa menos que las flaquezas y fragilidades nos atosiguen; pero es necesario que el mundo nos vea, a los que nos decimos cristianos, como personas auténticas, no hipócritas, que sentimos lo que decimos, que queremos obrar según decimos, que aspiramos a ser santos y, por lo menos, nos ponemos en camino de Evangelio. En fin, que en nosotros, a pesar de todo, resuene Dios.