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Queridos hermanos y hermanas:
Existe el demonio “mudo”. El evangelio de hoy lo presenta de forma rápida pero clara. Habitaba en un hombre de entonces. Ese virus nefasto sigue infectando en nuestra mal llamada era de la comunicación. Vive como residente contaminador en muchos corazones humanos. Seguro que reconocemos fácilmente su fisonomía y su manera de proceder.
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Suele crear hermetismo, falta de expresión, incomunicación, distancia, defensa a ultranza. Desecha, con pretextos razonables, la relación personal directa con los otros. Cuando no queda más remedio, establece contactos no inmediatos, virtuales, masivos o impersonales. Siempre muy recortados.
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Evita sobretodo la profundidad, la intimidad, la confidencia, la mirada a los ojos. Curiosamente, sortea con habilidad el silencio. Parece como si nos empujara a escondernos, a recluirnos en la estrechez asfixiante del propio ego, a atrincherarnos frente a la incursión amenazante de los otros en la propia vida.
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Presenta, en ocasiones, un rostro hosco. No tiene amigos. Exhibe comportamientos inadecuados que repelen y hacen difícil el contacto por ineducados, fríos, cortantes, violentos, distantes, extraños o suspicaces.
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Utiliza con frecuencia modos frustrantes de llenar el vacío personal y la soledad ínsita en la tarea de ser hombres. Por ello, abusa de forma acrítica de estímulos sensoriales como son la TV, el cine, internet, o la música estridente.
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En ocasiones se cobija bajo un llamativo traje de espontaneidad exhibicionista, de carcajada fácil, o de verborrea que, tratando de deslumbrar, aburre y atonta. Repite lugares comunes sin ofrecer la más leve genialidad creativa.
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Ataca también a los oídos. El problema de los enmudecidos no está solo en la lengua. Para aprender a hablar, antes hay que poder escuchar. Verbalizar, expresar, poner nombre a la diversidad de experiencias que la vida presenta requiere mucha atención, la atención de quien escucha.
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Su lugar preferido es la superficialidad, rondar por la cáscara de las cosas, sin salir de su envoltorio. Nunca aborda los problemas en su raíz, ni se sumerge en las honduras de lo real y vivo. Prefiere la apariencia, la máscara, el maquillaje o el disfraz, que en el fondo son lo mismo.
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A veces, vive amordazada por enemigos refinados como pueden ser el miedo, el resentimiento, la timidez, la desconfianza o el desengaño. Enemigos con apariencias de honorabilidad, pero ahítos de cinismo que acarrean mucho dolor.
La presencia viva de Jesús expulsa esos demonios. No por la autoridad del príncipe de los demonios, sino con la autoridad de quien saber amar y hacerse uno como nadie. En el entorno de Jesús nunca faltaron los problemas y las escandalosas limitaciones, pero siempre hubo esmero por la palabra y la comunicación.