Juan Carlos Martos, cmf
Después de las bienaventuranzas, Jesús describe a los suyos comparándolos con la luz, con la sal y con una ciudad elevada. La sal y la luz eran -y siguen siéndolo en gran medida- elementos de primera necesidad para la vida diaria. Con tales comparaciones, dibuja el estilo de vida que Él sueña para sus amigos. Es una declaración, no un mandato. No les dice “debéis ser”, sino “sois” ya portadores de luz (por aportar sentido a la vida) y de sabor (por darle gusto a la vida). Esta genial síntesis es una sublime misión. ¿Y cómo realizarla? Los mismos elementos lo insinúan.
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Siendo ellos mismos. La luz no debe deslumbrar, sino alumbrar el camino, clarificar, disipar la oscuridad de tantos que padecen ceguera o se mueven en la oscuridad. La sal si se propasa, corrompe; y si se vuelve sosa, hay que desecharla. La luz sirve para que los demás vean, no para ser vistos. La sal es valiosa para conservar y condimentar los alimentos, no para quedarse en el salero. Si no son lo que deben ser, son inútiles. Cuando lo son, cambian el mundo.
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Disolviéndose. La sal se diluye en otra realidad y la luz se difumina en lo que ilumina. Ser eficaces les exige invisibilidad. Ambos desaparecen tras los efectos que producen. Su modo de conducirse es discreto, recatado, escondido. Se achican para que el Otro y los otros aparezcan y sean. Es su desaparición la que desvela su presencia. Paradoja.
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Es un efecto colateral de la luz y de la sal. La luz encendida molesta en el dormitorio cuando queremos dormir. Lo experimentan quienes no consiguen pegar un ojo cuando un rayo de luz rompe la oscuridad de la noche. También la sal provoca escozor cuando cae sobre una llaga abierta. La luz y el sabor de la verdad, no lo podemos olvidar, también “pican”, sobretodo cuando revelan cosas que no quisiéramos saber o cuando tratan de sanear heridas no cicatrizadas.
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Siendo, también, visibles. La enseñanza de Jesús incluye un contraste, no una contradicción. Con la última metáfora de la “ciudad elevada”, pide a los suyos que hagan visibles sus buenas obras. Entonces, ¿en qué quedamos: disolverse o resaltar? ¿Esconderse o lucir? Las dos cosas. Sin hacer ostentaciones indebidas, hemos de dejarnos mirar por otros, para que Dios sea glorificado. No para nuestra vana-gloria. Tampoco por “dar ejemplo”. No es eso, si se entiende de manera equivocada. Porque ocurre a veces, que eso que llamamos “dar ejemplo” se queda en lo postizo y artificial, sin coherencia. No se trata de aparentar. Quien solo se empeña en “dar ejemplo”, termina transmitiendo ideologías. Se trata de ser auténticos, o como ha indicado Jesús, de ser luz o sal, sin sucedáneos, para que todos den gloria a Dios.