Comentario al Evangelio del Miércoles 27 de Noviembre de 2024
Queridos hermanos:
La historia de la Iglesia es historia de persecución y de martirio; tal vez sean nuestras señas de identidad y autenticidad. Por delante fue Jesús, el que había dado los mayores motivos para ser venerado por las multitudes y que, de hecho, en algunos momentos lo fue. Pero él era “aguijón y caricia a la vez”. Para los religiosamente más observantes resultó a veces un tanto laxo, y hasta escandaloso, proponiendo demasiado cambio. Los indignados contra la opresión de Roma no encontraron en él al líder político deseable, sino al tolerante que, en vez de venganza, proponía ofrecer la otra mejilla. Los israelitas nacionalistas despectivos para con los extranjeros, a quienes llamaban “perros”, le oyeron alabar la fe de esos no israelitas y hasta prometerles un puesto en el Reino de Dios, sentándose a la mesa con los patriarcas de Israel. La clase acomodada no pudo sentirse a gusto a su lado, pues criticaba la riqueza con la insensibilidad que a veces llega a producir, y proponía mucho desprendimiento y cambio. Lo de Jesús fue a la vez consolador e inquietante. Al final, al parecer, casi nadie se sentía cómodo a su lado. Dando un cariz político o de problema de orden público, terminaron entregándole a la autoridad civil romana para deshacerse de él. Jesús no murió, le mataron.
Un amigo mío escribió hace años este cuentecito:
“hubo un hombre que no sabía odiar, se dedicaba a hacer el bien a todos. Su conducta se hizo primero extraña, luego escandalosa, por último insoportable. Una tarde apareció colgado entre el cielo y la tierra, sin figura humana. La gente comentó: ‘pobrecillo, con lo bueno que era’; pero todos en el fondo experimentaron una extraña sensación de alivio”, Y termina con esta consideración: “no todos los profetas incómodos son verdaderos; pero, ¿hay algún profeta verdadero que no sea incómodo?”.
La última de las bienaventuranzas de Jesús es para los “odiados, evitados, injuriados, rechazados hasta en el nombre” (Lc 6,22). Los expertos suponen que este macarismo, último de la serie, tiene un origen independiente de los anteriores, y que Jesús lo pronunció hacia el final de su ministerio, cuando comenzó a sentir rechazo y a preverlo también para sus seguidores. Y la Iglesia naciente confirmó pronto la previsión de Jesús.
La misión de la Iglesia implica crítica de cuanto no funciona según el plan de Dios; Jesús denunció muchas cosas y a sus seguidores dejó marcado el camino. El creyente, y más aún si es pastor, catequista o misionero, se convierte fácilmente en aguijón; al parecer, cada año mueren violentamente unos 30 misioneros. Ya en Apoc 6,9 aparecen “los degollados a causa de la Palabra de Dios y del testimonio que habían dado”.
Podríamos dar un gran salto y situarnos en el siglo XX, en Armenia, en España, en la URSS, en el mundo nazi, en algunos países asiáticos, en el Congo… La grandeza de los mártires radica en que “no amaron tanto su vida que temieran la muerte” (Apoc 12,11). No fueron unos vulgares masoquistas; como Jesús, gozaban con la belleza de los pájaros y las flores, buscaban vida abundante para todos; pero, puestos en la tesitura de elegir, se dijeron: “tu amor vale más que la vida” (Salmo 63,3).
Ante este panorama espléndido nos quedan dos advertencias apostólicas:
1Pe 4,15: “que ninguno de vosotros sea perseguido por asesino, ladrón o malhechor”. No vale cualquier sufrimiento. San Agustín decía que al mártir no le caracteriza la pena, sino el motivo.
Tito 3,2: “recuérdales que muestren toda dulzura a todos los hombres”. Incluso cuando el creyente manifiesta obligados desacuerdos, cuando denuncia o corrige, debe mostrar humildad y mansedumbre, nunca desamor o amargura hacia los oyentes.
Vuestro hermano
Severiano Blanco cmf