Comentario al Evangelio del sábado, 11 de julio de 2020

Fecha

11 Jul 2020
Finalizdo!
Adrián de Prado, cmf

Queridos hermanos:

Leyendo despacio el Antiguo Testamento da la impresión de que Israel siempre tuvo, de mil modos distintos, una voz que le susurraba los caminos. Una voz de sabiduría y prudencia, de justicia y verdad, de memoria y esperanza. A veces esa voz clamaba en la tormenta; otras, se adivinaba en la brisa suave. Pero jamás dejó abandonado a su suerte a ningún peregrino de la fe: «hijo mío, si aceptas mis palabras y conservas mis consejos (…) alcanzarás el conocimiento de Dios» (Prov 2,1.5).

Esta voz se hacía más perentoria cuanto más se estrechaba el horizonte de la vida. En los momentos de mayor turbación o distracción, Dios encontraba la manera de procurar que su pueblo custodiara «la senda del deber, la rectitud y los buenos senderos» (Prov 2,8). Él fue voz en el firmamento que se cernía sobre Abraham cuando acechaba la vejez, voz en la zarza que fascinaba a Moisés cuando arreciaba esclavitud, voz en las cítaras junto a los canales de Babilonia cuando se arraigaba la desolación. Voz que, en definitiva, abría caminos de vida eterna cuando se cerraban los caminos de este mundo que pasa.

Con el paso de los siglos, y salvadas las distancias, los cristianos tuvieron que afrontar una de las crisis más profundas de su historia cuando, allá por los siglos V y VI, el Imperio Romano, que había hecho del cristianismo su religión oficial, sufrió su más importante crisis política y social, con la consiguiente crisis de costumbres, de valores y de fe. En aquel momento, la voz del Señor se manifestó en la vida humilde y provocadora de un hombre que, en contra de todo y de todos, decidió retirarse para encontrarse, desaferrarse de los muros que se derrumbaban para ampararse en la búsqueda de Dios, que permanece. Con su gesto y su palabra, encarnados en la nueva vida monástica descrita por su Regla, san Benito despejó un camino insólito cuando todo amenazaba ruina. Así, como si se tratase de un viejo sabio de Israel, él pronunció para los suyos palabras de siempre que sonaban nuevas: «Escucha, hijo, los preceptos del Maestro, e inclina el oído de tu corazón; recibe con gusto el consejo de un padre piadoso y cúmplelo verdaderamente. (…) ¿Qué cosa más dulce para nosotros, carísimos hermanos, que esta voz del Señor que nos invita? Ved cómo el Señor nos muestra piadosamente el camino de la vida» (del Prólogo a la Regla de los monjes).

En aquel susurro benedictino se cimentó el edificio espiritual de Europa, hoy quizá tan frágil y tambaleante como entonces. Un edificio, con todo, que aún podemos habitar –con riqueza y gozo– quienes nos sentimos pobres o a la intemperie. El Señor, que habla por los suyos, sigue dejando oír en este tiempo su voz y su promesa: «también vosotros, los que me habéis seguido, recibiréis cien veces más y heredaréis la vida eterna».

Fraternalmente: 
Adrián de Prado Postigo cmf

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