Comentario al Evangelio del sábado, 18 de marzo de 2023
CR
Queridos hermanos
En el famoso cuadro de Rembrandt, “El regreso del hijo pródigo”, que se encuentra en el Museo Ermitage de San Petersburgo, además de la impresionante representación de esta no menos impresionante parábola de Jesús, hay, según algunos, un cita del texto del Evangelio de hoy: el hijo mayor situado a la derecha del cuadro, de pie y fuera del foco de luz (que expresa su “estar fuera” de la fiesta), con rostro severo y sombrío, aunque iluminado por esa luz (lo que indica la invitación del padre a participar de la alegría por el hermano recuperado); y tras él, en penumbra, un personaje sentado, con los atuendos de un administrador de la época, y que se golpea el pecho con el puño.
En efecto, en la parábola del hijo pródigo el hijo mayor representa a los fariseos, que se tienen por justos; y Rembrandt lo dice precisamente con la cita de la parábola del fariseo y el publicano. Al escuchar de labios de Jesús esta parábola nos posicionamos inmediatamente de parte del publicano humilde y contra el fariseo soberbio. Pero Jesús nos ha contado esta parábola para que nos examinemos, tratando de identificar de qué lado estamos realmente nosotros. Nosotros, el que escribe estas líneas, los que leemos esta página, somos, probablemente, buena gente, personas honestas, cristianos que se esfuerzan por hacer el bien. Es claro que nadie, tampoco Jesús, nos va a criticar por esto.
Pero, al escuchar esta parábola, podemos entender dos peligros que nos amenazan de cerca: el primero es el de despreciar, amparados en nuestra justicia, a borrachos, drogadictos, pedigüenos y otros marginales, a los que consideramos tal vez “pecadores oficiales”. El segundo peligro es el de considerar que son nuestras buenas obras las que nos justifican ante Dios. Es Dios el que nos justifica: por eso tenemos que reconocer humildemente nuestros pecados, que los tenemos, para que Dios nos levante y justifique, y para que, de esta manera, podamos evitar el pecado más grave y difícil de reconocer: el pecado de soberbia, que nos separa de los demás y le cierra a Dios la puerta para nuestra justificación.