Comentario al Evangelio del sábado, 21 de marzo de 2020
Severiano Blanco, cmf
Queridos hermanos:
Ayer el escriba decía a Jesús que el amor al hermano vale más que todos los
sacrificios y holocaustos. Hoy lo recuerda Oseas: “misericordia quiero, no
sacrificios”, texto que el primer evangelio transmite hasta dos veces en
boca de Jesús (Mt 9,13; 12,7).
Pero hoy el profeta habla sobre todo de sanación y recuperación. Dios ha
tenido que afligir pedagógicamente a su pueblo, pero llega el tiempo de la
restauración, descrita ya simbólicamente como preludio de la resurrección:
“al tercer día”. La cuaresma no es solo ni principalmente un tiempo de
mirar los propios pecados, sino ante todo de mirar al Dios dispuesto a
acogernos y mostrarnos su amor. En realidad es algo que nos toca
experimentar en cada eucaristía, pues en el Credo no confesamos
que creemos en nuestros pecados, sino en el perdón de los mismos.
De ese Dios que tiene su gusto en acoger al pecador nos habla el evangelio.
Los fariseos no eran mala gente; procuraban ser cumplidores, llegar incluso
más allá de lo establecido por la ley religiosa judía; pero esa entrega
religiosa, sincera en la mayoría de los casos, quedaba empañaba por el
orgullo que producía en ellos y el menosprecio hacia los religiosamente
marginados, los recaudadores, llamados “publicanos”.
En los fariseos, en muchos casos, se había llegado a una paradoja casi
inimaginable: a fuerza de procurar la máxima fidelidad a Dios, ese Dios
había terminado siéndoles superfluo. El fariseísmo se había convertido en
un pelagianismo anticipado; quien cree salvarse a sí mismo mediante su
actitud de “cumplidor”, su sincera entrega religiosa, sus “méritos”, no
necesita que un Dios bueno y compasivo venga a salvarle. ¡Dios se hace
superfluo!
Por ello, a pesar de tanta buena voluntad, el choque entre Jesús y algunos
fariseos se hizo inevitable. Él anuncia un Dios compasivo, que todo lo da
gratis y cuya capacidad para el perdón es inconmensurable. Ese Dios,
naturalmente, agrada a los publicanos, a los convencidos de su necesidad de
perdón y rehabilitación. Y ellos, quizá más ignorantes que los fariseos,
captan sin embargo mucho mejor quién es el Dios anunciado y visualizado por
Jesús: el de los pequeños, pobres, pecadores.
Debió de ser impresionante ver a Jesús, con todo su halo de profeta, de
“hombre de Dios”, compartiendo mesa y vida con aquellos grupos marginales.
Y para ellos tuvo que ser un balón de oxígeno.
Hoy somos nosotros los que nos sentamos a la mesa con Jesús, sin que él
haya esperado a que desaparezcan por completo nuestros defectos, manías,
malos hábitos; no ha venido a llamar a justos… Captando y agradeciendo
esa su compasión, saldremos del templo justificados.
Vuestro hermano
Severiano Blanco cmf