Comentario al Evangelio del sábado, 27 de marzo de 2021
José M. Vegas cmf
Para reunir a los hijos de Dios dispersos
La tensión entre Jesús y los judíos (fariseos y sumos sacerdotes) ha llegado a un punto de no retorno. Ya no se trata de polémicas sobre la ley, ni de amenazas más o menos veladas, o de ataques (como intentos de lapidación) más o menos espontáneos. Ahora se celebra una reunión oficial del más alto nivel y se toma una decisión en toda regla, y se dan las instrucciones para su cumplimiento. Es curioso y trágico, paradójico, que el motivo final de la decisión de darle muerte sea el hecho de que Jesús ha devuelto la vida a un hombre. La ceguera de los líderes del pueblo es total: no lo ven como un signo definitivo de su mesianismo, de que Dios actúa por medio de él, sino como una amenaza: amenaza para su poder religioso, amenaza política por las posibles represalias romanas. Los cálculos humanos y los intereses de corto alcance les han cegado para ver lo que, por otro lado, parece evidente: Dios mismo actúa en y por Jesús.
Juan, que siempre juega en dos planos, el de la comprensión meramente humana, y la de los planes de Dios (“mis pensamientos no son vuestros pensamientos, y mis caminos no son vuestros caminos, dice el Señor” – Is 55, 8), ve en las palabras de Caifás, que pronuncian la sentencia de muerte de Jesús, un oráculo profético, que trasciende por completo la intención del Sumo Sacerdote. Siendo “de aquí abajo”, decide la muerte de Jesús por cálculos políticos y religiosos; pero, por el cargo que ocupa (que proviene de “allí arriba”), expresa el verdadero sentido de esa muerte. Sin quererlo ni pensarlo, da en el clavo: Jesús va a morir por todo el pueblo, y no sólo, sino que iba a reunir a los hijos de Dios dispersos.
Es altamente significativo que la profecía de Ezequiel no se refiera a Judá, sino a Israel, que se había dispersado definitivamente casi doscientos años antes de la deportación de Babilonia. Israel había dejado de existir como pueblo, se había disuelto entre todas las naciones. La profecía de Ezequiel se puede entender como una reunificación que, en el fondo, afecta a la humanidad entera en torno a un rey y pastor que trasciende toda significación política.
Jesús entrega su vida libremente. Por eso no se oculta, y tras su retirada a Efraín, se prepara a regresar a Jerusalén, pese a los graves peligros que se ciernen sobre él. Aceptar libremente la muerte por amor significa tocar el centro neurálgico del drama del hombre, exiliado de Dios por el pecado, condenado a una muerte “para siempre” (como decíamos dos días atrás). La muerte no sabe de razas, ni de condición social, ni de partidos, ideologías, ni de religión. Yendo libremente hacia la muerte, Jesús se adentra en el lugar en el que todos sin excepción somos iguales. Sólo dando la vida es posible reunir a todos los seres humanos dispersos en una familia nueva, la de los hijos de Dios.
Jesús se apresta a volver a Jerusalén. Nosotros, discípulos suyos, debemos estar dispuestos a acompañarlo, a ser testigos de su Pasión, para poder proclamar después su Resurrección. Mañana, Domingo de Ramos, nos adentramos en la Semana Santa, el giro decisivo de la historia de la humanidad. “Ya están pisando nuestros pies tus umbrales Jerusalén” (Sal 122, 2).
Saludos cordiales,
José M. Vegas cmf
http://josemvegas.wordpress.com/