Comentario al Evangelio del sábado, 4 de noviembre de 2023
Cármen Aguinaco
Buscar el primer lugar
El anuncio de un conocido cosmético asegura: “Porque tú lo vales”. A menudo en nuestra sociedad se dice: “Mereces ser feliz”. ¿Mereces?
Carlos Borromeo tiene una larga de méritos que podría haber aducido para ocupar primeros lugares toda su vida: de familia rica e influyente, con varios doctorados en leyes y en derecho canónico, autor, escritor, conferencista, cardenal, obispo de Milán… Estableció la Cofradía de la Doctrina Cristiana, con 740 escuelas, 3,000 catequistas y 40,000 alumnos. Debería estar en el primer asiento, ¿verdad? Ciertísimo, según nuestros baremos de méritos y derechos de reconocimiento. “Tú lo vales, Carlos; mereces todo lo que se te da”, podrían haber dicho sus contemporáneos. Y de hecho lo decía hasta las más altas esferas vaticanas.
Pero parece ser que Carlos no lo veía de la misma manera. Porque para él, lo importante era la verdad. Y parte de la gran Verdad de Cristo es que ninguno de nosotros “merecemos” nada, por mucho que nos lo digan por activa y por pasiva. Lo que se nos da no es cuestión de mérito y, como nos dice hoy el Evangelio, tratar de apropiárnoslo es una locura que puede conducir—como a menudo lo hace—a la vergüenza y el oprobio. Porque al final la verdad se sabe, viene la luz y entonces pone al descubierto nuestra falta de mérito. Todo lo que se nos da; todo lo que hacemos; todo lo que pensamos; todo lo que sentimos; incluso todas nuestras buenas y buenísimas acciones que a menudo llevan colgadas títulos, premios y reconocimientos según esta sociedad, todo, es gracia de Dios. Así lo vio Carlos Borromeo, que entregó no sólo todas sus posesiones, sino toda su vida, al pueblo al que servía. Como si dijera: “aquí yo soy el último; el primero es Dios al que sirvo en su pueblo”. Carlos vendió la mayor parte de las posesiones familiares para el beneficio de los pobres, viviendo en total austeridad y pobreza. Se entregó personalmente al cuidado de los enfermos de su diócesis. El no buscar el reconocimiento “merecido” ante tal historial, le valió el reconocimiento de millones de cristianos a través de los siglos.
Carlos había entendido esa verdad fundamental de la total dependencia del Dios único Santo y Señor. El único que decide quién se sienta dónde. Al fin y al cabo, una silla es igual que otra silla. Porque los títulos son papel, los reconocimientos a menudo se olvidan, y las riquezas no van a ninguna parte. Lo que queda es la mano de Dios que exalta a quien ha entendido esa verdad.