Comentario al Evangelio del viernes, 15 de mayo de 2020
Juan Carlos Martos, cmf
Hace tiempo leí este simpático dicho: “La vida debería ser «amarilla», es decir, «amar-y-ya»”. La ocurrencia expresa lo mismo que dice san Agustín: “Ama y haz lo que quieras”. El verdadero amor llega a trepar por encima del instinto de supervivencia. Puede convertirse en “amor loco”. Amar así, solo se aprende con Jesús. Él hace posible lo más difícil. Pone nuestra vida vuelta del revés. Tres lecciones suyas cambian un corazón de piedra en un corazón de carne.
- La lección de la intimidad (“Os llamo amigos…”).
Esa amistad profunda se expresa "estando con Él" para adorarlo y, además, “estando con los otros" para servirlos. La intimidad exige entrenarse en el sosiego que sabe sustituir el "perdona, no tengo tiempo" por el "todo mi tiempo es para ti". Esta frase suena romántica, pero es heroica. La saben decir las madres y los enamorados. ¿Qué intimidad cabe esperar si no nos detenemos para estar con Él desde el centro, corazón con corazón? Siempre tenemos tiempo para lo que amamos. Quien no nos dedica su tiempo a fondo perdido no nos quiere: simplemente nos utiliza, aunque sea para satisfacer su conciencia altruista.
- La lección del mayor amor (“Nadie tiene amor más grande…”)
Cada grupo humano vive de sus historias. A menudo son historias románticas. Chico conoce a chica, se enamoran y viven felices para siempre. Es una buena historia que seguramente se dé aún. Pero si pensamos que es la única historia posible, viviremos con horizontes demasiado reducidos. Nuestra imaginación necesita ser alimentada con otras historias que nos hablen de formas de vivir y amar más al filo, “hasta el extremo”. Por eso son tan importantes las vidas de los santos. Nos muestran que hay otras formas de amar. Prueban que existe también el “amor más grande”: el que da la vida sin temer la muerte. Como Jesús.
- La lección de la reciprocidad (“Que os améis unos a otros…”)
El amor es recíproco que implica dar y recibir. Pero, para llegar hasta ahí, hay que empezar por el amor “unívoco”: Yo soy el primero que debo amar. El primer paso me toca a mí. Y gratuitamente. Alguien comparó a Dios con un caballero inglés, que era tan inmensamente discreto que no quería imponerse de ninguna forma sobre aquellos a los que amaba. Abría la puerta y se asomaba para asegurarse de que todos estaban a gusto y después, por más que deseaba quedarse, desaparecía para no molestarles. Se negaba a dejar que los otros se volvieran demasiado dependientes de él. No ocupaba el centro de sus vidas. Por eso, cautivaba.