Comentario al Evangelio del viernes, 25 de febrero de 2022
Alejandro Carbajo, cmf
Queridos amigos, paz y bien.
La cuestión del divorcio sigue siendo muy actual. Aunque, a lo peor, no tanto, porque la gente se casa menos. Pero es uno de los temas por los que más “discuto” con los amigos, cuando estoy de vacaciones. Yo siempre les digo que la opinión de la Iglesia es para los creyentes, que si ellos no se consideran así, no tienen por qué enfadarse con lo que dice el Magisterio. Pero eso es otra cuestión.
Continuamos acompañando a Jesús, en su camino evangelizador, enseñando por todas partes. En esta ocasión, sus enemigos intentan otra vez liarlo con cuestiones legales. La ley está muy bien, nos hace falta, para vivir en sociedad. Sin leyes, viviríamos mucho peor. Primaría la ley del más fuerte. En muchas sociedades antiguas, las primeras leyes eran, además aglutinantes de la comunidad. Gracias a las normas, la gente puede saber a qué atenerse.
Pero, como ya sabemos, a Jesús no le interesa tanto la ley, como el sentido de la misma. Hay que ir siempre a la raíz de las cosas, para poder entenderlas mejor. Lo que está claro para Cristo es que lo que Dios ha unido, es mejor que no lo separe el hombre. En el fondo de la unión matrimonial está el amor entre un hombre y una mujer, que prometen vivir juntos, en fidelidad, y recibir de Dios los hijos que Él quiera darles.
El acta de repudio fue una (pequeña) garantía para la mujer, una forma de defensa frente al abandono. Nada que ver con lo que hoy entendemos, pero algo es algo. Sin embargo, en la concepción cristiana del matrimonio, la clave es la fidelidad, una fidelidad que se sostiene en el amor. No puede la ley garantizar el amor. Deben hacerlo los propios cónyuges.
“El Señor es compasivo y misericordioso”. Puede ser un buen lema para los esposos, en los casos en que la luna de miel quede ya lejos, y los roces del día a día hayan ido desgastando el amor primero. El Papa Francisco siempre aconseja en las bodas que los cónyuges no se duerman nunca enfadados, que hablen y comenten los problemas de cada día. Ponerse en el lugar del otro, intentar escuchar (no con la respuesta preparada antes de que el otro termine), saber perdonar, aprender a olvidar lo secundario y centrarse en lo fundamental. En lo más importante, en el amor de dos personas que quieren compartir sus vidas para siempre.
“El Señor es compasivo y misericordioso”. Que no se nos olvide nunca. Nunca. Y que no nos falte nunca la paciencia, que es virtud bien buena y que, parece, alarga la vida. Paciencia es la primera palabra que aprendí en Rusia, cuando todavía había colas por todas partes, en el año 1997. La paciencia todo lo alcanza, decía santa Teresa. Me voy convenciendo de que es así.
Vuestro hermano en la fe, Alejandro, C.M.F.