Comentario al Evangelio del viernes, 6 de octubre de 2023
Carmen Fernández Aguinaco
Viernes de la semana XXVI del Tiempo Ordinario
Dicen que los adolescentes están genéticamente preparados para desactivar el canal de escucha de las voces de sus padres. No es necesariamente que no quieran oír. Es que no pueden. Por otro lado, los más viejos a menudo pierden gradualmente el sentido del oído y algunos cayendo progresivamente en una sordera profunda. De modo que un gran número de personas no es que no quieran, es que son incapaces físicamente de oír. La diferencia entre los dos grupos generacionales es que los mayores probablemente sí quieran oír. Y además, pueden recordar sonidos y significados similares por su experiencia. Y otras muchas personas, aunque oigan, no tienen mayor interés en escuchar, entender, y recordar lo que se les dice.
Las lecturas de hoy repetidamente hablan de escuchar la palabra y la llamada. Como si fuera tan fácil. Escuchar no es tanto una capacidad física cuanto una experiencia interior de apertura. Es difícil y exige bastante esfuerzo y sacrificio. Requiere algo de silencio, mucho de interés y, sobre todo, bastante amor. Porque, si el interlocutor me resulta indiferente, o pesado, voy a cambiar de canal muy fácilmente. Oír las palabras es una cosa. Si me hablan en un idioma extranjero, podría oír e incluso repetir los sonidos. Pero escuchar implica no solo poder repetir el sonido, sino interpretarlo, entenderlo y poder, incluso repetir el contenido con otras palabras. Y requiere también un ejercicio de retención y memoria.
Escuchar la palabra de Dios es todavía más difícil, porque, a todas esas capacidades de repetición, retención y memoria, se añade la necesidad de respuesta y acción. Es más, se añade la conversión y el cambio de vida. A Corazaín y a Betsaida se las acusa de no escuchar. Han visto y oído prodigios, pero no han sido capaces de retener, y mucho menos de responder y de convertirse. Han, de alguna manera, como si fueran adolescentes, desconectado la voz de su Padre y no pueden responder. Rechazar la palabra de Dios dirigida al corazón, y demostrada en prodigios es igual a rechazar al enviado, al Cristo. Quizá un buen ejercicio sea hacer recuento los prodigios, los favores y las gracias recibidas en nuestras vidas y escuchar en ellas la palabra de amor de Dios que llama a una respuesta activa. Dejar pasar esa oportunidad, desconectar el canal, desoír las llamadas en ningún caso tendría la excusa de la sordera física y demostraría una enorme indiferencia y falta de amor. Y eso sería una condena: “¡Ay de ti, Corazaín, ay de ti Betsaida!”
Carmen Fernández Aguinaco