Comentario al Evangelio en la Solemnidad de la Ascensión
Queridos hermanos, paz y bien.
En la vida de todas las personas llega un momento especial: el de la despedida. La hora del adiós (“vaya usted con Dios”, decían los clásicos). Jesús se despide de sus amigos. Terminan los encuentros inesperados, sorprendentes de Cristo con sus amigos, encuentros capaces de devolver la esperanza a un grupo de asustados discípulos, y comienza el tiempo de la Iglesia. Es la solemnidad de la Ascensión.
El evangelista Lucas nos narra el encumbramiento de Jesús. No fue algo visible, es difícil explicarlo. Pero nos queda claro que Jesús sube a los cielos, para sentarse a la derecha del Padre. Quizá no acabamos de entender lo que esto significa. En la tarde del Viernes Santo meditábamos cómo una Persona de la Trinidad ha sufrido y ha muerto por nosotros. Hoy, día de la Ascensión, podemos, con el mismo asombro, meditar que uno de nosotros, un hombre, ha sido elevado por encima de todo, hasta participar de la vida inmortal del mismo Dios.
Cristo se apareció a sus Discípulos, después de su martirio en la cruz y del triunfo de la Resurrección. Sus discípulos estaban convencidos de la victoria sobre la muerte, su fe se fortaleció, estaban recuperando la ilusión… Pero ha llegado el momento de partir… ¡Cómo les gustaría que su Maestro estuviera siempre con ellos!
Hay que entender que, gracias a Dios, gracias a Cristo, se nos han abierto las puertas del Cielo. Tenemos un destino glorioso, un camino que Jesús ya ha recorrido, para abrirnos paso también a nosotros. No todo está perdido. La puerta está ya abierta, y nos ha mostrado que todo lo que sucede en el mundo (los fracasos y los éxitos, las injusticias, los sufrimientos, las muertes tempranas…) todo entra en los planes de Dios.
Además, las palabras de Jesús, “os conviene que Yo me vaya” (Jn 16, 7) seguían resonando en los oídos de los amigos de Jesús. La promesa del Espíritu es un consuelo en ese momento de la separación. Quizá por eso los Apóstoles vieron marcharse al Señor con alegría (Lc 24,52). Comenzaba un nuevo tiempo, el tiempo de la Iglesia naciente, misionera, dispuesta a llegar a los confines de la tierra. Se puede decir que es la mayoría de edad de la esta Iglesia nuestra.
Claro está, no todo fue sencillo. La segunda lectura nos recuerda que, sin la ayuda de Dios, es difícil entender esto. Cuesta saber cómo debemos vivir. Pablo por eso pide la sabiduría para los creyentes. No hablamos de una sabiduría humana, sino de la capacidad, la inteligencia para entender el misterio de Dios y el misterio de la Iglesia. El Apóstol ruega que sean – seamos – capaces de comprender la grandeza de la esperanza a la que hemos sido llamados. Si en la primera lectura se nos invitaba a no quedarnos quietos, a implicarnos en los problemas cotidianos de este mundo, en la segunda se nos recuerda que nuestras vidas no están limitadas por el horizonte finito de este mundo, sino que estamos siempre a la espera de la gloriosa venida de Cristo, para llevarnos definitivamente con Él.
Cuando vivimos por primera vez la experiencia personal del encuentro con Cristo, cuando lo conocemos muy de cerca, no queremos que nos deje, queremos sentir la presencia de Jesús siempre. Pero así estaremos con el Señor sólo en el Reino de los Cielos. Aquí en la tierra, habiendo conocido al Señor, debemos aprender a amar por nosotros mismos. Y sólo podemos aprender el amor verdadero a través de las pruebas. Habiendo pasado por nuestro propio sufrimiento, como sufrió Jesús, aprendemos a ser misericordiosos y compasivos con nuestro prójimo.
En ocasiones, tendremos que pasar por la sequedad de la oración, el estado de “desierto” y abandono de Dios. Es la experiencia que tuvieron incluso los místicos más conocidos. La noche oscura” de san Juan de la Cruz, por ejemplo. Es la manera de aprender el amor verdadero, desinteresado, sin condiciones, como el que Dios nos tiene. Querer a Dios sólo por Dios mismo. Confiar y orar. Y así crecemos en fe, esperanza y amor.
Pero incluso si superamos esas pruebas, seguimos siendo criaturas débiles y, por eso, el Señor nos acompaña hasta el final. Habiendo ascendido al cielo, el Señor envía a los Apóstoles el Espíritu Santo, que está presente en nuestra vida como un “soplo apacible” (cf. 1 Re 19,12). No vemos al Espíritu Santo, pero Él permanece con nosotros, nos fortalece y nos guía. Siempre. Basta que creamos en ello y vivamos de tal manera que ese Espíritu Santo pueda habitar en nosotros.
Queridos hermanos, como los Apóstoles, convencidos de la verdad de nuestra fe, llevemos por la vida la antorcha encendida del amor de Dios, para que esta luz nos ilumine el camino no sólo a nosotros, sino también a nuestros vecinos, hermanos, a todos los que se crucen en nuestro camino. Que se note que somos creyentes. ¡No tengamos miedo, crezcamos en el amor, entregando nuestro corazón a Dios!
Vuestro hermano en la fe,
Alejandro Carbajo, C.M.F.