Comentario del Domingo V de Pascua
Permaneced en Mí.
Queridos amigos, paz y bien.
Después de haber reflexionado sobre el Evangelio del Buen Pastor, pasamos a contemplar a Jesús como la Vid verdadera. Un sólo rebaño, una sóla vid. Buenos ejemplos, para pensar en lo que debería significar Cristo para cada uno de nosotros.
Seguimos caminando con la Iglesia primitiva. Asistimos a su desarrollo y crecimiento, con gran aceptación, animada por el Espíritu Santo. Volvemos a toparnos con una figura conocida: Saulo, el perseguidor, se ha convertido en Pablo, heraldo de Cristo. De él desconfían los cristianos de Damasco. Con razón. Había ido a su ciudad para disolverlos, arrestarlos y llevarlos a Jerusalén. Normal que les inspirara “prevención”. Menos mal que Bernabé es un poco más abierto y acepta la voluntad de Dios.
La mirada de Dios no es como la de los hombres. A nosotros nos parece difícil, sino imposible, que la gente cambie. Pero lo que a nosotros nos parece imposible, no lo es para Dios. Por eso el hombre más malvado puede acabar siendo un santo. Y viceversa. Lo peor, quizá, para poder cambiar, es escapar de la sospecha de los llamados “buenos”, la desconfianza sobre la rectitud de la conducta y las intenciones del que cambia. Ojalá no pongamos zancadillas a los que quieren caminar hacia Él, porque quieren dejar de ser pecadores.
De palabra y de obra. No solo de pensamiento. El apóstol Juan quiere que amemos con lo que decimos y con lo que hacemos. No sólo de palabras, como denunció en su tiempo el profeta Isaías: “este pueblo me alaba con la boca y me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí.” (Is 29, 13)
Quizá, si revisamos nuestra vida, veamos que no siempre hemos sido fieles a la palabra dada. Que, muchas veces, se nos va la fuerza por la boca, caemos en los mismos errores, perseveramos en nuestros defectos y nos condicionan los malos hábitos adquiridos. Y, por eso, nos decimos a nosotros mismos que nada puede cambiar, nos condenamos antes del juicio. Porque pensamos que también Dios nos critica y nos condena. Y no es así.
Lo que nos recuerda hoy san Juan es que, si somos capaces de amar a pesar de todo, estamos cumpliendo los mandamientos, y podemos sentirnos y estar orgullosos de ser hijos de Dios, como nos recordaba la semana pasada el Evangelio. Y que Dios es capaz de ver el amor que tenemos, que ponemos en cada acto y en cada una de nuestras relaciones. Él quiere nuestra salvación, no busca nuestra condena.
En el Evangelio vemos al Buen Pastor desde otro punto de vista, como Vid verdadera. De la vid se esperan frutos dulces, abundantes. De los sarmientos que son los Discípulos se esperan frutos de amor y de justicia. Para que haya buenos frutos, es preciso dedicar tiempo al cultivo y cuidado de la vid. El mismo Jesús actúa de viñador, poda y corta todo aquello que no nos deja crecer. Es duro sufrir la poda, pero si se corta todo aquello que no nos deja crecer, como el orgullo, la pereza, la ira, en definitiva, nuestros pequeños y grandes pecados, entonces, la purificación merece la pena.
Es así, insertados en la vid, limpios de ramas secas e improductivas, como podemos dar mucho fruto, como podemos ser portadores del amor de Dios e incluso llegar a dar la vida por Él. Siguiendo su ejemplo, unidos a Él como el sarmiento a la vid.
No todo es fácil en este camino. Miramos a la cruz, y comprendemos qué difícil es llegar hasta el final. Pero, unidos a la vid, podemos con todo. Ya es difícil vivir, pero más complicado aún es vivir en cristiano. Pero esos momentos de dificultad pueden ser nuestra poda, momentos de purificación. Así crece la posibilidad de dar fruto.
Tenemos que entender que de nuestro poco o mucho fruto depende el avance del Reino. Cristo entregó su vida por todos. Nuestra unión con la vid nos convierte en portavoces y continuadores de la obra del Maestro. Porque todos somos hermanos en Cristo, hijos de un mismo Dios. Por eso es importante cuidar nuestro crecimiento, para que la vid no deje de crecer.
De este modo, a lo largo de estas semanas de Pascua hemos reflexionado sobre la comunidad primitiva, la Iglesia Naciente, que ayuda a encontrar al Resucitado, lo reconoce en la Eucaristía y lo siente cercano en los pastores de esa Iglesia. Ahora, la savia de la que nos nutre la vid nos impulsa a seguir creciendo para ser testigos y hablar a todo el mundo del mucho amor que Dios nos tiene. Los Apóstoles ya lo hicieron. Es tu turno.
Vuestro hermano en la fe,
Alejandro Carbajo, C.M.F.