Mi padre repetía continuamente en mi presencia: ‘No hay Dios’, a los ocho o diez años era yo una atea consumada.

Mi padre repetía continuamente en mi presencia: ‘No hay Dios’, a los ocho o diez años era yo una atea consumada.
Sueño para vosotros una relación donde la rutina no tenga lugar de asiento.
Esta mañana he vuelto a oír su voz en las risas de los niños, en el duro campo, en las casas dolientes, en los cuerpos sanos.
Tu vocación de contemplativa estaba en la calle, en el trabajo, en ese silencio que es posible descubrir en medio del ruido.
Todo hombre resulta para sí mismo un problema no resuelto, un verdadero enigma o, más exactamente, un misterio.
Os invito a que hagáis de vuestra entrega una decisión en la que triunfe la gratuidad.
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